En el corazón del Valle de los Reyes, donde la arena susurra secretos milenarios, Howard Carter perforó una pared sellada el 26 de noviembre de 1922. Un aire viciado, cargado de tres milenios, escapó con un susurro, como si la tumba exhalara su último aliento. Ante él, la tumba intacta de Tutankamón, un faraón olvidado, reveló un tesoro que deslumbró al mundo: oro puro, joyas relucientes, y la mirada serena de un rey adolescente. Pero con este descubrimiento, una sombra despertó. La “maldición de Tutankamón” —muertes inexplicables, advertencias antiguas, y un aura de venganza— ha cautivado y aterrorizado por un siglo. ¿Es un castigo sobrenatural, una trampa científica, o un mito tejido por la ambición humana? Sumérgete en este enigma, donde la línea entre mito y verdad se desvanece. ¿Te atreves a desafiar la sombra del faraón?
El hombre tras el mito: Howard carter y su obsesión
Howard Carter no era un héroe de novela. Era un arqueólogo obstinado, de rostro curtido por el sol egipcio, cuya vida pendía del capricho de Lord Carnarvon, su mecenas. En 1922, tras años de excavaciones infructuosas en el Valle de los Reyes, Carnarvon amenazó con retirar su financiación. Carter, al borde de la ruina, suplicó una última temporada. El 4 de noviembre, un trabajador tropezó con un escalón tallado en la roca. Era la entrada a la tumba KV62, sellada y olvidada por 3,000 años.

Carter durmió frente a la entrada durante semanas, temiendo saqueadores y consciente de que su vida cambiaría. Cuando finalmente abrió la puerta, el crujir de la arena bajo sus botas dio paso a un silencio opresivo. Su linterna iluminó destellos dorados: carros de guerra, estatuas de dioses, y el sarcófago de un rey. “Veo cosas maravillosas,” susurró a Carnarvon, con el corazón acelerado. Pero los trabajadores egipcios, conocedores de las leyendas locales, murmuraban entre ellos. Decían que perturbar el reposo de un faraón traería desgracia. Carter, escéptico, los ignoró. Pronto, aprendería que algunas sombras no se disipan con la luz.
El poder de las maldiciones en el antiguo Egipto
Para los antiguos egipcios, una tumba no era solo un sepulcro, sino un portal al más allá. Creían que el ka (el espíritu) del difunto necesitaba sus tesoros y su cuerpo intacto para alcanzar la eternidad. Perturbar una tumba era un sacrilegio que desataba la ira de los dioses. Los Textos de las Pirámides y el Libro de los Muertos describían rituales para proteger al difunto, incluyendo maldiciones simbólicas grabadas en las paredes. Una inscripción en la tumba de Amenhotep II advierte: “Aquel que profane mi reposo será perseguido por la serpiente de fuego.” En la tumba de Tutankamón, un ostracon de arcilla —cuya existencia Carter negó— supuestamente proclamaba: “La muerte golpeará con su miedo a aquel que turbe el reposo del faraón.”
Estas maldiciones no eran meras amenazas. Los sacerdotes egipcios, guardianes del conocimiento, usaban símbolos como la cobra, emblema de la diosa Wadjet, para infundir temor. Curiosamente, un incidente alimentó esta creencia: el canario de Carter, llevado para alegrar el campamento, fue devorado por una cobra el día que se abrió la cámara real. Para los trabajadores, fue una señal clara: el faraón protegía su tumba. ¿Era una coincidencia, o los egipcios sabían más sobre los peligros de sus sepulcros de lo que imaginamos?

Una sombra mortal: Las víctimas de la tumba
El 5 de abril de 1923, apenas cuatro meses después del descubrimiento, Lord Carnarvon yacía moribundo en El Cairo. Una picadura de mosquito en la mejilla, infectada tras un corte accidental, desencadenó una septicemia fulminante. Mientras agonizaba, un apagón sumió la ciudad en tinieblas. La prensa, ávida de titulares, señaló que la momia de Tutankamón tenía una marca en la misma mejilla. La maldición había cobrado su primera víctima.
Otros siguieron. Aubrey Herbert, hermanastro de Carnarvon, presente en la apertura de la cámara real, sucumbió en Londres en septiembre de 1923, víctima de un envenenamiento de sangre. Arthur Mace, arqueólogo clave, cayó en coma en El Cairo en 1928, sin diagnóstico claro. George Jay Gould, un magnate que visitó la tumba, murió de neumonía tras una fiebre inexplicable en 1923. Richard Bethell, secretario de Carter, sufrió un ataque cardíaco en 1929; su padre, devastado, se suicidó. Sir Archibald Douglas-Reid, quien radiografió la momia, enfermó en Egipto y murió en Suiza en 1924, víctima de una “enfermedad misteriosa.” Incluso Bruce Ingram, amigo de Carter, vio su casa destruida por un incendio y una inundación tras recibir objetos de la tumba.
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