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En las cumbres heladas de los Andes, donde el aire escasea y el tiempo parece haberse detenido, yacen los cuerpos de niños que alguna vez caminaron hacia la muerte… no como víctimas, sino como mensajeros. Estas momias, envueltas en tejidos ceremoniales y rodeadas de objetos sagrados, nos hablan desde el pasado de un mundo profundamente espiritual: el del Imperio Inca.
El ritual del “capacocha” —una ceremonia de sacrificio humano infantil— no ha dejado de conmover tanto a arqueólogos como al público general. Gracias a descubrimientos impresionantes y al avance de las ciencias forenses, hoy podemos reconstruir con precisión cómo vivieron, cómo murieron y qué significaban estos niños dentro de la compleja cosmovisión incaica.

El capacocha: sacrificio y equilibrio cósmico
Lejos de lo que la mirada moderna podría interpretar como un acto brutal, el capacocha tenía una lógica profundamente religiosa. El incaísmo concebía un universo organizado en tres planos (ver glosario), y cada acción tenía resonancia cósmica. En palabras del cronista Cristóbal de Molina (1575):
“Cuando había señal de pestilencia, temblor, o muerte del Inca, se enviaban niños e niñas bien dispuestos… para que con sus vidas aplacasen la ira de los dioses.”
El ritual no era frecuente ni indiscriminado. Se realizaba en ocasiones excepcionales: la muerte de un emperador, una catástrofe natural, una sequía prolongada o una celebración religiosa imperial como el “Inti Raymi”. Los niños elegidos, considerados puros y perfectos, eran llevados a las montañas sagradas para cumplir su destino.
Para los incas, no morían… ascendían.